
En la película Café Lumière hay muchos trenes. Esos trenes me recordaron otros y, entonces, apareció una imagen de mi misma viviendo siempre cerca de las vías. Vías vivas por donde transitaban, en lapsos regulares, trenes. El ruido de la lluvia, la seguridad de la casa y el ruido del tren. Un mundo cercano y habitable.
Rieles, trenes, vías, ruidos rítmicos y amables. La vía del Belgrano, la vía del Sarmiento, la vía del Mitre. Ahí me quedé. Quizás porque nunca pude olvidar mis visitas a Beccar y el embelesamiento ante los puentes de hierro cruzado que atravesaban sus vías y la modernidad exaltada de los trenes japoneses. Tan distintos a los del Belgrano, con maquinista, locomotora y humo, en los que mi abuelo se sumergía para emprender misteriosos viajes que lo llevaban a regiones ignotas de la Provincia de Buenos Aires, parecidas al lejano Oeste en mi cabeza impregnada de películas del Cisco Kid y Jim West.
Cuando tuve hijos, recuperé la niñez sobre un puente. Era una aventura caminar el pasillo de tierra precario que llevaba a la estación y se alargaba al costado de la vía, separado de ella apenas por la cuadrícula romboidal de un alambre casi de gallinero. Cuando el tren pasaba, en un segundo vivía junto a ellos la plenitud del riesgo, la alegría infantil del miedo que no se sabe de dónde viene. Era un juego de grititos y movimientos nerviosos, una excursión al mundo de afuera que nos ponía al alcance de la mano el ritmo periódico de una película que nunca se acababa.
El ritual proseguía, después, con el sonido de nuestros pasos en la escalera metálica que nos instalaba sobre el puente. A mitad de camino entre la subida y la bajada. Las vías parecían chiquitas debajo de nosotros. Y nos quedábamos allí parados, mirando al Norte. Preparándonos para la emoción de ver pasar, bajo nuestras piernas, trenes que iban y venían. El más esperado era el paso del que venía de Barrancas de Belgrano rumbo a Estación Rivadavia. Nos sorprendía su ruido por detrás. Lo presentíamos en la vibración de los metales, en el aire que parecía hacerse denso y en la excitación que nos asaltaba.
Éramos todavía cuatro: dos juanes, una maría y yo. En escalera, me daban sus manos chiquitas, aterradas y gozosas. La felicidad era posible entre el ruido de una bocina que siempre anunciaba el paso del tiempo y la certeza de que en un momento todo recomenzaría.
Rieles, trenes, vías, ruidos rítmicos y amables. La vía del Belgrano, la vía del Sarmiento, la vía del Mitre. Ahí me quedé. Quizás porque nunca pude olvidar mis visitas a Beccar y el embelesamiento ante los puentes de hierro cruzado que atravesaban sus vías y la modernidad exaltada de los trenes japoneses. Tan distintos a los del Belgrano, con maquinista, locomotora y humo, en los que mi abuelo se sumergía para emprender misteriosos viajes que lo llevaban a regiones ignotas de la Provincia de Buenos Aires, parecidas al lejano Oeste en mi cabeza impregnada de películas del Cisco Kid y Jim West.
Cuando tuve hijos, recuperé la niñez sobre un puente. Era una aventura caminar el pasillo de tierra precario que llevaba a la estación y se alargaba al costado de la vía, separado de ella apenas por la cuadrícula romboidal de un alambre casi de gallinero. Cuando el tren pasaba, en un segundo vivía junto a ellos la plenitud del riesgo, la alegría infantil del miedo que no se sabe de dónde viene. Era un juego de grititos y movimientos nerviosos, una excursión al mundo de afuera que nos ponía al alcance de la mano el ritmo periódico de una película que nunca se acababa.
El ritual proseguía, después, con el sonido de nuestros pasos en la escalera metálica que nos instalaba sobre el puente. A mitad de camino entre la subida y la bajada. Las vías parecían chiquitas debajo de nosotros. Y nos quedábamos allí parados, mirando al Norte. Preparándonos para la emoción de ver pasar, bajo nuestras piernas, trenes que iban y venían. El más esperado era el paso del que venía de Barrancas de Belgrano rumbo a Estación Rivadavia. Nos sorprendía su ruido por detrás. Lo presentíamos en la vibración de los metales, en el aire que parecía hacerse denso y en la excitación que nos asaltaba.
Éramos todavía cuatro: dos juanes, una maría y yo. En escalera, me daban sus manos chiquitas, aterradas y gozosas. La felicidad era posible entre el ruido de una bocina que siempre anunciaba el paso del tiempo y la certeza de que en un momento todo recomenzaría.
Era la vida la que estaba ahí: puntual, huidiza, amiga.
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