miércoles, 6 de agosto de 2008

La Bailarina


Dijo que cuando subía la escalera la vio. Era una bailarina. Estaba justo al final. No sé si está bien decirlo así. Para ser más precisos, digamos, mirando desde abajo, a medida que ella subía, en esa parte de la balaustrada que parece hacer balcón sobre el vacío en forma de caracol que la escalera deja. Ella iba subiendo, tenía que buscar el lugar donde leería su ponencia y entonces la vio.

Me dijeron segundo piso, sala B. Por la escalera que está a la izquierda creo. Nunca sé bien esto de derecha e izquierda, tengo que observar con qué mano escribo y ahí sí sé.

La cuestión es que subía, pensando vaya a saber uno en qué y la vi. Tenía una mirada triste (iba a decir “infinitamente”, pero me detuve, suena a lugar común, a novela mala de revista femenina). Era una mirada en el centro de unos ojos grandes y azules. Quizás el maquillaje teatral los hiciera más grande o sugiriera una inmensidad que no tenían. Los sentí grandes, porque fue como una congoja oscura la que me lo anunció. Y ahí supe que de un modo cifrado, en esa figura incongruente y hermosa, estaba escrito todo.

La miró sorprendida (me dijo que con emoción). Sintió como si de pronto el sentido de la belleza se le hubiese revelado de una vez y tuvo miedo de no poder guardarlo. Así que no quería sacarle los ojos de encima a la bailarina y por eso aminoró la marcha. Comenzó a subir más lentamente para no tener que dejar de mirarla. Sentí vergüenza, pensé en lo que ella podía pensar de mí, una mujer mirando así, con tanta insistencia, a otra mujer. Pero ella también la miraba, aunque me dijo no estar segura de si esa mirada era intencional. Por ahí es que, al subir la escalera, entraba sin querer en el campo visual de esos ojos. Tristes, repitió. Es como si yo hubiese caído en el radio de esa mirada enorme y lejana. Pero esa mirada era para mi, aunque ella no lo supiera.

El tutú blanco que la bailarina llevaba puesto evocó un tiempo lejano. Una foto en blanco y negro coloreada al pastel donde una nena casi regordeta, de rulos y ojos grandes, estaba vestida de Colombina. Toda ella parada muy tiesa sobre unas zapatillas de punta en satén color rosa pálido. Sintió cierta ternura por esa nena, pero el tutú no era igual. La hechura casera, ahora lo veía en el recuerdo, no había podido imitar la horizontalidad casi imposible de este otro, de infinitas capas y lentejuelas plateadas que ella, la bailarina, tenía.

Me hubiera gustado alguna vez llevar uno así, pero de color azul noche apenas salpicado de brillos como el que la hija de Ana se había puesto el día de la exhibición de ballet. Sentada en la silla de junco y madera vi como ese traje casi irreal iba tomando forma. Asistí puntualmente a las pruebas, deseando secretamente que alguna vez me dejaran ponérmelo. Miraba la escena desde afuera, con ansia y tristeza. Pero su papá no quiso esa historia del Colón y el baile clásico, puro puterío. Apenas la dejo usar unas zapatillas de punta para jugar. Su abuela se las regaló. Las fue a comprar a casa La Monta y a pesar de que le ofrecieron unos zapatos rojos de baile español, mucho más vistosos, ella solo tuvo ojos para las zapatillas de punta. Eran blancas y cuando se las ponía pensaba que era un pájaro, y movía los brazos como una vez había visto moverlos a una mujer muy frágil y delgada en El lago de los cisnes. Se moría la pobre y batía los brazos con tanta tristeza. A ella, le decían tenés piernas de bailarina. Allí sobre las puntas de las zapatillas sus pechos chatos y su flacura resplandecían aunque no tuviera tutú ni corsage de satén con breteles de elástico cubiertos de polvo facial para que no se vieran..

Me dijo que se acordó que hay un relato de los hermanos Grimm que cuenta la historia de unas princesas que todas las noches gastaban doce zapatillas. Siempre pensé que eran de punta como las mías, pero rojas. No podían ser de otro color. O a lo mejor el cuento decía que eran rojas y por eso yo las imaginaba así.

Dice que, cuando llegó a la balaustrada en que la bailarina estaba apoyada, bajó los ojos. Quiso disimular. Que no se diera cuenta de lo que sentía. Siguió su camino hacia la sala B y a la izquierda vio la ventana. Una pequeña bóveda de cañón corrido la anticipaba. Era blanca, de vidrio repartido y madera. Su parte superior, curva. Detrás se veían las copas de todos los árboles, de todos... Entonces se dio vuelta. Y la volví a mirar.

Parecía un pájaro herido, afrontando el instante final con orgullo, exhibiendo sus alas plegadas con elegancia y frialdad. Estaba apenas reclinada sobre la baranda de madera. Sus manos apoyadas casi en el aire y los brazos con una ligera flexión que provocaba en su espalda un hermoso pliegue. La pierna derecha estaba en posición de descanso, con el pie girado hacia fuera. La pierna izquierda estaba semiflexionada y sostenida en la punta de la zapatilla que se extendía hacia adelante. Pensó que eso era la belleza. Cerró los ojos, quería retener esa imagen para siempre.

Ahora estaba frente al río. El sol cortaba la imaginaria vertical que se trazaba entre el horizonte y las gaviotas. La imagen vista de nuevo en este momento le resultaba un poco cursi, casi de affiche turístico. Un cuerpo a contraluz danzando mientras luchaba con imaginarios monstruos interiores. En el acompasado movimiento, la cámara lenta volvía mágico cada nuevo gesto del tai chi. El yin y el yang fluían sin interrupción hasta borrar la dimensión humana de ese cuerpo que parecía entregado para siempre a la armonía de imaginarias grullas.

Dice que lo miraba todo de nuevo con ojos infantiles. Como arrobada o asustada. Ella también bailaba, la mujer que estaba de espaldas al sol. En cambio, lo suyo era más la torpeza de un cuerpo demasiado atado. Reproducía gestos. Pensó que estaba allí solo para comprender y mirar y contarlo. Pero, me dijo bajito, como una confesión, que la tristeza nace de la distancia. De estar frente a, ser solo mirada. El cuerpo es otra cosa. Es inocente y en él la felicidad tiene cabida aunque sea un instante, un hueco.

Cuando entró a la sala donde leería su trabajo, no había nadie todavía. Se sentó en la primera butaca para repasar un texto que hablaba de lentejuelas e iridiscencias pero de otra manera: en esa escena, los cuerpos sufrían tras las máscaras glamorosas. También había deseo pero nadie bailaba.

Quizás, estaría nerviosa hasta que comenzara a leer y sintiera que su voz tomaba cuerpo para bailar una extraña danza en el aire. Al finalizar, un aplauso formal y desapasionado cerraría su breve actuación. De todos modos… no importaba porque la imagen de la bailarina, su belleza más allá del tiempo, retornaba una y otra vez. Le transformaba los ojos, se la llevaba lejos... Entonces, comprendió: había ido allí solo para mirarla y una última palabra le brotó como desde adentro.

Trenes


En la película Café Lumière hay muchos trenes. Esos trenes me recordaron otros y, entonces, apareció una imagen de mi misma viviendo siempre cerca de las vías. Vías vivas por donde transitaban, en lapsos regulares, trenes. El ruido de la lluvia, la seguridad de la casa y el ruido del tren. Un mundo cercano y habitable.

Rieles, trenes, vías, ruidos rítmicos y amables. La vía del Belgrano, la vía del Sarmiento, la vía del Mitre. Ahí me quedé. Quizás porque nunca pude olvidar mis visitas a Beccar y el embelesamiento ante los puentes de hierro cruzado que atravesaban sus vías y la modernidad exaltada de los trenes japoneses. Tan distintos a los del Belgrano, con maquinista, locomotora y humo, en los que mi abuelo se sumergía para emprender misteriosos viajes que lo llevaban a regiones ignotas de la Provincia de Buenos Aires, parecidas al lejano Oeste en mi cabeza impregnada de películas del Cisco Kid y Jim West.

Cuando tuve hijos, recuperé la niñez sobre un puente. Era una aventura caminar el pasillo de tierra precario que llevaba a la estación y se alargaba al costado de la vía, separado de ella apenas por la cuadrícula romboidal de un alambre casi de gallinero. Cuando el tren pasaba, en un segundo vivía junto a ellos la plenitud del riesgo, la alegría infantil del miedo que no se sabe de dónde viene. Era un juego de grititos y movimientos nerviosos, una excursión al mundo de afuera que nos ponía al alcance de la mano el ritmo periódico de una película que nunca se acababa.

El ritual proseguía, después, con el sonido de nuestros pasos en la escalera metálica que nos instalaba sobre el puente. A mitad de camino entre la subida y la bajada. Las vías parecían chiquitas debajo de nosotros. Y nos quedábamos allí parados, mirando al Norte. Preparándonos para la emoción de ver pasar, bajo nuestras piernas, trenes que iban y venían. El más esperado era el paso del que venía de Barrancas de Belgrano rumbo a Estación Rivadavia. Nos sorprendía su ruido por detrás. Lo presentíamos en la vibración de los metales, en el aire que parecía hacerse denso y en la excitación que nos asaltaba.

Éramos todavía cuatro: dos juanes, una maría y yo. En escalera, me daban sus manos chiquitas, aterradas y gozosas. La felicidad era posible entre el ruido de una bocina que siempre anunciaba el paso del tiempo y la certeza de que en un momento todo recomenzaría.

Era la vida la que estaba ahí: puntual, huidiza, amiga.